Morirían entre horribles dolores. No pensaba escatimar ni un gramo de crueldad cuando les diese su merecido.
A él lo descuartizaría lentamente con un hacha roma y mellada, e incluso sucia de herrumbre, para después sentarse a observar cómo se desangraba poco a poco.
A ella, sin embargo, la torturaría física y psicológicamente con tanta saña que acabaría por suplicarle la muerte; cosa que haría de buen grado, procediendo a aplastarle la cabeza con la puerta del garaje.