Esa zanahoria, delante del hocico, que nunca alcanzas…

(Inasequible al desaliento –ya la conocéis– Emy se ha empeñado en elegirme para una de esas interminables ‘cadenas’ en las que todos hemos de escribir sobre un tema. En ésta ocasión, elegido por otra ‘endiablada’ liante, Nieves, a quien no se le ha ocurrido otro asunto para elucubrar que las añagazas de nuestras madres cuando querían salirse con la suya. Esto es: siempre).
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Primero, y más importante que todo lo demás: tuve una infancia feliz no, lo siguiente. Casi como la de la familia de la rama de al lado… Y eso ha marcado todo lo que ha venido a continuación, y lo que me queda de dar guerra en este barrio. Porque soy de los que creen que el dramaturgo británico Tom Stoppard tenía razón, cuando escribió «Si llevas tu infancia contigo nunca te harás viejo».

Dicho lo cual, tengo la fortuna de poder juzgar la paternidad desde un siempre sano doble punto de vista: he sido hijo y ahora soy padre. Cierto es que mantengo, como ya creo haber escrito en alguna otra ocasión, que los de mi generación hemos sido hijos cuando lo interesante era ser padres, y ahora somos padres cuando el chollo está en ser hijo. Pero disquisiciones filosóficas que darían para discutir durante horas aparte, de lo que se trata hoy es de contar al menos tres de las milongas con las que venía equipada de serie nuestra progenitora. Y a ello voy raudo.

Primera: cuando tropezabas y te ibas al suelo, y por tremendo que fuera el coscorrón y desgarradores tus llantos –tampoco sería para tanto, digo yo, porque de lo contrario se levantarían al unísono todos los adultos presentes– mi madre, sin dejar siquiera de mirar las agujas con las que hacía punto o los naipes con los que se batía en duelo con las amigas, en partidas interminables de Canasta, profería la siguiente frase, tramposa donde las haya: «Anda, ven que te levanto». Bobos de nosotros –y me refiero a los tres hermanos, y a la multitud de críos que había siempre por mi casa– dejábamos de llorar, que no de hipar, y obedecíamos acudiendo a su vera para no se sabe bien qué, puesto que ya estábamos de pie, y por tanto en disposición de seguir persiguiendo a nuestros hermanos o la que quiera que fuese la importante tarea que nos había hecho dejarnos los morros contra el parqué.

Segunda: «Las piernas no son del cuerpo». Sé que algún famoso, de esos a los que alguna editorial absurda convencen para que perpetre un libro de memorias, se me ha adelantado con la susodicha frase. Pero, ¿qué queréis? Esos inviernos de frío peludo, con las pantorrillas al aire sólo porque no tenías aún edad de llevar pantalones largos, ni siquiera estando casi bajo cero, no son fáciles de olvidar. De nada valían las protestas, esgrimiendo que la temperatura invitaría a un ser algo más magnánimo que mi madre a sentir compasión por los condenados a galeras a ir al colegio cada mañana: botas Chirucas y un pantalón tan corto que cambiarías a gusto por unas bermudas, aunque sólo fuera por tener 15 centímetros más de tela sobre tus muslos al borde mismo de la congelación.

Y tercera: cuando veías que te prestaba algo de atención, y tratabas de conseguir cambiar algún hábito o costumbre en tu casa, con el argumento «pues Fulanito, esto», o bien «en casa de Fulanito, aquello», e incluso «a Fulanito sus padres, lo que sea», la respuesta invariable de mi madre era: «Y si Fulanito se tira por una ventana, ¿tú también lo vas a hacer?». Fuese por lo surrealista en sí de la frase, por la carga evocadora de imaginarnos a nuestro amigo apoyado en el alfeizar, a punto de dar el gran paso, o por el cambio repentino en la lógica de la conversación, lo cierto es que desistíamos de continuar intentando que en mi casa se hiciese algo diferente a lo establecido. Ni cambiar de lugar de vacaciones, ni dejar de heredar la ropa en el escalafón de hermanos, ni llegar a casa a otra hora que no fuese la del toque de queda de mi madre.

¡Listo! Es probable que si mi Adolescente favorita hereda algún día este ‘blog’ y continúa mi tarea –ya ves tú: como si no tuviese nada más importante que hacer– juzgue con severidad mis propias añagazas, que seguro que las tengo, y con lenidad las de su abuela. Porque para eso están abuelos y nietos, para confabularse contra uno. Pero de eso ya hablaremos en otra ocasión.

(Ah, se me olvidaba, también había que hacer algo con los pies. Pero los míos, no son tales, sino pezuñas, ya sabéis. Eso sí, con las uñas siempre bien cortadas. pies_varios_alterfines Así que dejo en su lugar estos otros, que tienen un aire a los míos, y que le van a encantar a ByPils).