Vaya por delante que no tengo nada en contra de los fumadores; yo mismo lo fui hasta hace unos años. Igual que no lo tengo contra los coleccionistas de sellos, los amantes del ballet clásico o los adventistas del Séptimo Día. Bueno, estos últimos son un poco «palizas», pero esa es otra historia.
Lo que ocurre es que los amantes de la filatelia no van dejando la playa llena de recortes de los planchas de timbres postales, ni de cajas de tiras adhesivas, de esas que emplean para colocarlos ordenaditos en sus álbumes; los que disfrutan con el uso de las puntas de las zapatillas, los gráciles, fluidos y precisos movimientos de los bailarines, y sus cualidades etéreas, no tratan de que comulgues con su pasión dentro de un ascensor; y los predicadores de la inminente segunda venida de su dios no te aburren en público, pero luego en privado actúan de otro modo. Bueno, esto último igual sí, pero, como decía el doctor House: «Si se pudiese razonar con los fanáticos religiosos… No habría fanáticos religiosos».