Recuerdo perfectamente el día en que mi padre cumplió su promesa de llevarme a ver mi primer partido de fútbol en un estadio de verdad. El de mi equipo. Era el día de mi noveno cumpleaños, e iba a hacer realidad el sueño de cualquier chaval: tener a mi delantero centro preferido sólo unos metros de distancia.
Y eso que el tiempo no acompañaba en absoluto, pues el día había amanecido nublado, y a medida que transcurría la jornada el firmamento se iba ennegreciendo poco a poco. Justo en el momento en que ocupamos nuestras localidades, aquellas enormes nubes oscuras comenzaron a descargar; primero de un modo tranquilo, aunque constante, y después, a poco de empezar el encuentro, de manera atroz.