Mil palabras, a menudo valen más

No soy fotógrafo; hago fotos, que no es lo mismo. Ni siquiera fotografías, la mayor parte de las veces, sino simples retratos de clientes. Me refiero a que, vale, puede que sea el que mejor sabe manejar las cámaras de la agencia; lo cual no tiene mayor mérito que el haber puesto interés por aprender de los buenos fotógrafos con los que he tenido la suerte de trabajar. Sobre todo, y muy especialmente, de mi propio hermano Carlos.

Lo mismo que he hecho con los diseñadores gráficos o con los buenos periodistas, si hablamos de mi profesión; pero también de los buenos conductores, de los cocineros originales, de los escasos jugadores de mus mejores que un servidor y hasta de los «manitas» más habilidosos: aprender de quienes bordan una actividad, o por lo menos pueden enseñarte a perfeccionar tus habilidades, es la verdadera sal de la vida. Uno tendrá no menos de 30 ó 40 defectos de fabricación, pero desde luego la falta de interés por casi todo no es uno de ellos.

Lo otro, esto es, sólo mostrarse atraído por la última imbecilidad que causa furor en la televisión; entender y opinar de un único deporte, y lo que es más triste, desde la ceguera que ocasiona la pasión por un deportista o por un equipo; o pensar que uno está capacitado para hablar de economía, política, medicina o derecho, sólo porque eleva la voz más que sus contertulios, pero sin tener ningún tipo de conocimiento sobre la materia, es ir por la vida de bulto sospechoso. Es ser uno de esos individuos que, ante un micrófono puesto a bocajarro, sólo aciertan a decir: «Con lo buen chico y lo serio y formal que parecía nuestro vecino, y ha resultado ser un estrangulador de recién nacidos»…

A lo que iba con esta entrada, caray, que se va uno por los cerros de Úbeda. De ser quien se ocupa de retratar a los clientes y sus andanzas, a ser un buen fotógrafo, media un abismo. Me pueden más las palabras, como empieza a quedar claro después de cuatro párrafos para no decir nada. Vamos, que no comulgo en absoluto con aquello de que una imagen vale más que mil palabras. Lo cual no quita para que, cada año, me extasíe contemplando la veintena de paisajes naturales que concursan para llevarse el premio de la revista National Geographic. O que me «engorilen» todavía, después de medio siglo, las fotografías en blanco y negro de Helmut Newton. Pero sigue sin ser eso a lo que iba, y tengo que terminar, que me espera mi hija para nuestra sesión de videojuegos. Lo que digo es que hay casos y casos. Y que una frase con todas las palabras en su sitio, venga de la pluma de un Premio Nobel o de un cantautor de baja estofa, no tiene nada que envidiarle a la pareja besándose de Robert Doisneau.

Bueno, tal vez sí que exista un instante único y perecedero. Ese en el que la sombra vespertina de dos tazas de café, con el asa semigirada, se asemejan al irrepetible busto de Marilyn… ¡Maldito Newton!